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lunes, 3 de abril de 2006


Pensamientos de un elefante

Autor: José Manuel Fernández Argüelles

La vida es sencilla y feliz, lenta y muy larga. Yo conozco mi destino y el sentido de la existencia. No puedo pedir más. Sé que todo lo que tengo que hacer es mover troncos de un sitio a otro. No me planteo el por qué esto es así. La vida lo dispuso, así como ordenó mi nacimiento y decidirá mi muerte. Son cosas que no se discuten.

Sé lo que la vida espera de mí, y eso es lo que hago día tras día: mover pedazos de madera. No hay más, pero no es una labor sencilla, desde luego. Aunque mis recuerdos permanecen sujetos a la cabeza con tenacidad de garrapata, sin que los pierda nunca, no resulta tan fácil tomar decisiones. Quiero decir que yo sé donde estaban los restos del árbol que moví ayer y antes de ayer, e incluso los que transporté hace un año o dos, pero todo se vuelve muy complejo cuando se trata de saber cuáles son los que hay que mover hoy.

Mi obligación en la vida es cambiar de sitio esos troncos, y he de encontrarlos, ese es el problema. Todavía hay otra complicación más, y es saber adónde han de ser depositados. Yo los tomo con la trompa, eso es muy sencillo, y cargo con ellos, pero ¿dónde soltarlos?, he ahí un gran dilema. Es la vida quien ha resuelto esos inconvenientes.

La vida, en su sabiduría, nos ha dado esclavos. Los esclavos son seres pequeños, delicados y ágiles, y han sido dotados, para nuestro beneficio, con el don de saber encontrar nuestros troncos y descubrir dónde apilarlos. Esos buenos seres también saben cuál es su destino y la obligación que los ata desde el nacimiento: servirnos a los elefantes. Imagino que también son felices, como todo el que conoce su destino y el sentido de la existencia. Bien cierto es que a veces siento tristeza por su condición, pero la vida es quien ha decidido, no yo.

Los esclavos no dejan de asombrarme, pues a pesar de ser tan diminutos y saltarines como moscas, han sido bendecidos con la capacidad de encontrar los maderos y saber el lugar exacto de su reposo. Ellos nos lo indican con suaves movimientos de los pies en nuestra cabeza, para lo que hay que estar muy atento, pues su fuerza es casi nula, y también nos avisan con sus chillidos agudos, poco más altos que los de un ratón. Los sentamos sobre nuestra cabeza, para que con sus cortas extremidades puedan dar esos pequeños golpes, que es su forma de lenguaje junto con los gritos de rata, y de tal manera nos dicen dónde están los maderos y en qué lugar depositarlos.

No tienen más que hacer, son así de limitados, pero resulta suficiente, tal y como La Vida, en su inmenso conocimiento, bien sabía cuando así dispuso el mundo.


FIN


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1 comentario:

Manuel dijo...

http://www.goberprecioso.blogspot.com/

Ponle una palomita a esta bitacora

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