Para que Claudia Sheimbaum entreue la Presidencia faltan

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lunes, 5 de abril de 2010

minoría ridícula pero bien que chinga

Me hizo bien recordar a Octavio Paz, a quien alguna vez le oí decir, enfático como era:
“Hasta el último latido del corazón, una vida puede rodar para siempre.”
***
Una mañana de sol absoluto, mi acompañante y yo abordamos un taxi del que no tuve ni la menor idea del sitio al que nos conduciría. Tras un recorrido breve, subimos a un segundo automóvil, luego a un tercero y finalmente a un cuarto. Caminamos en seguida un rato largo hasta detenernos ante una fachada color claro. Una señora nos abrió la puerta y no tuve manera de mirarla. Tan pronto corrió el cerrojo, desapareció.
La casa era de dos pisos, sólida. Por ahí había cinco cuadros, pájaros deformes en un cielo azuloso. En contraste, las paredes de las tres recámaras mostraban un frío abandono. En la sala habían sido acomodados sillones y sofás para unas diez personas y la mesa del comedor preveía seis comensales.
Me asomé a la cocina y abrí el refrigerador, refulgente y vacío. La curiosidad me llevó a buscar algún teléfono y sólo advertí aparatos fijos para la comunicación interna. La recámara que me fue asignada tenía al centro una cama estrecha y un buró de tres cajones polvosos. El colchón, sin sábana que lo cubriera, exhibía la pobreza de un cobertor viejo. Probé el agua de la regadera, fría, y en el lavamanos vi cuatro botellas de Bonafont y un jabón usado.
Hambrientos, el mensajero y yo salimos a la calle para comer, beber lo que fuera y estirar las piernas. Caminamos sin rumbo hasta una fonda grata, la música a un razonable volumen. Hablamos sin conversar, las frases cortadas si alusión alguna a Zambada, al narco, la inseguridad, el ejército que patrullaba las zonas periféricas de la ciudad.
Volvimos a la casa desolada ya noche. Nos levantaríamos a la siete de la mañana. A las ocho del día siguiente desayunamos en un restaurante como hay muchos. Yo evitaba cualquier expresión que pudiera interpretarse como un signo de impaciencia o inquietud, incluso la mirada insistente a los ojos, una forma de la interrogación profunda. El tiempo se estiraba, indolente, y comíamos con lentitud.
Las horas siguientes transcurrieron entre las cuatro paredes ya conocidas. Yo llevaba conmigo un libro y me sumergí en la lectura, a medias. Mi acompañante parecía haber nacido para el aislamiento. Como si nada existiera a su alrededor, llegué a pensar que él mismo pudiera gaber desaparecido sin darse cuenta, sin advertirlo. Me duele escribir que no tenía más vida que la servidumbre, la existencia sin otro horizonte que el minuto que viene.
“Ya nos avisarán -me dijo sorpresivamente-. La llamada vendrá por el celular.”
Pasó un tiempo informe, sin manecillas. ‘Paciencia’, me decía. Salimos al fin a la oscuridad de la noche. En unas horas se cruzarían el ocaso y el amanecer sin luz ni sombra, quieto el mundo.
***
Viajamos en una camioneta, seguida de otra. La segunda desapareció de pronto y ocupó su lugar una tercera. Nos seguía, constante, a cien metros de distancia. Yo sentía la soledad y el silencio en un paisaje de planicies y montañas.
Por veredas y caminos sinuosos ascendimos una cuesta de un instante a otro el universo entero dio un vuelco. Sobre una superficie de tierra apisonada y bajo un techo de troncos y bejucos, habíamos llegado al refugio del capo, cotizada su cabeza en millones de dólares, famoso como el Chapo y poderoso como el colombiano Escobar, en sus días de auge, zar de la droga.
Ismael Zambada me recibió con la mano dispuesta al saludo y unas palabras de bienvenida:
-Tenía mucho interés en conocerlo.
-Muchas gracias -respondí con naturalidad.
Me encontraba en una construcción rústica de dos recámaras y dos baños, según pude comprobar en los minutos que me pude apartar del capo para lavarme. Al exterior había una mesa de madera tosca para seis comensales, y bajo un árbol que parecía un bosque, tres sillas mecedoras con una pequeña mesa al centro. Me quedó claro que el cobertizo había sido levantado con el propósito de que el capo y su gente pudieran abandonarlo al primer signo de alarma. Percibí un pequeño grupo de hombres juramentados.
A corta distancia d lnarco, los guardaespaldas iban y venían, a veces los ojos en el jefe y a ratos en el panorama inmenso que se extendía a su alrededor. Todos cargaban su pistola y algunos, además, armas largas. Dueño de mí mismo, pero nervioso, vi en el suelo un arma negra que brillaba intensamente bajo un sol vertical. Me dije, deliberadamente forzada la imagen: podría tratarse de un animal sanguinario que dormita.
-Lo esperaba para que almorzáramos juntos-, me dijo Zambada y señaló la silla que ocuparía, ambos de frente.
Observé de reojo a su emisario, las mandíbulas apretadas.
Me pedía que no fuera a decir que ya habíamos desayunado.
Al instante fuimos servidos con vasos de jugo de naranja y vasos de leche, carne, frijoles, tostadas, quesos que se desmoronaban entre los dedos o derretían en el paladar, café azucarado.
-Traigo conmigo una grabadora electrónica con juego para muchas horas-, aventuré con el propósito de ir creando un ambiente para la entrevista.
-Platiquemos primero.
***
Le pregunté al capo por Vicente, Vicentillo.
-Es mi primogénito, el primero de cinco. Le digo “Mijo”. También es mi compadre.
Zambada siguió en la reseña personal:
-Tengo a mi esposa, cinco mujeres, quince nietos y un bisnieto. Ellas, las seis, están aquí, en los ranchos, hijas del monte, como yo. El monte es mi casa, mi familia, mi protección, mi tierra, el agua que bebo. La tierra siempre es buena, el cielo no.
-No le entiendo.
-A veces el cielo niega la lluvia.
Hubo un silencio que aproveché de la única manera que me fue posible:
-¿y Vicente?
-Por ahora no quiero hablar de él. No sé si está en Chicago o Nueva York. Sé que estuvo en Matamoros.
-He de preguntarle, soy lo que soy. A propósito de su hijo, ¿vive usted su extradición con remordimientos que lo destrocen en su amor de padre?
-Hoy no voy a hablar de “Mijo”. Lo lloro.
-¿Grabamos?
Silencio.
Tengo muchas preguntas-, insistí ya debilitado.
Otro día. Tiene mi palabra.
Lo observaba. Sobrepasa el 1.80 de estatura y posee un cuerpo como una fortaleza, más allá de una barriga apenas pronunciada. Viste una playera y sus pantalones de mezcliza azul mantienen la línea recta de la ropa bien planchada. Se cubre con una gorra y el bigote recortado es de los que sugieren sutil y permanente ironía.
-He leído sus libros y usted no miente-, me dice.
-Todos mienten, hasta Proceso. Su revista es la primera, informa más que todos, pero también miente.
-Señaleme un caso.
-Reseñó un matrimonio que no existió.
-¿El del Chapo Guzmán?
-Dio hasta pormenores de la boda.
-Sandra Ávila cuenta de una fiesta a la que ella concurrió y en la que estuvo presente el Chapo.
-Supe de la fiesta, pero fue una excepción en la vida dle Chapo. Si él se exhibiera o yo lo hiciera, ya nos habrían agarrado.
-¿Algunas veces ha sentido cercal al ejército?
-Cuatro veces. El chapo más.
-¿Qué tan cerca?
-Arriba, sobre mi cabeza. Huí por el monte, del que conozco los ramajes, los arroyos, las piedras, todo. A mí me agarran si me estoy quieto o me descuido, como al Chapo. Para que hoy pudiéramos reunirnos, vine de lejos. Y en cuanto terminemos, me voy.
-¿Teme que lo agarren?
-Tengo pánico de que me encierren.
-Si lo agarran, ¿terminaría con su vida?
-No sé su tiviera los arrestos para matarme. Quiero pensar que sí, que me mataría.
Advierto que el capo cuida las palabras. Empleó el témino arrestos, no el vocablo clásico que naturalmente habría esperado.
Zambada lleva el monte en el cuerpo, pero posee su propio encierro. Sus hijos, sus familias, sus nietos, los amigos de los hijos y los nietos, a todos les gustan las fiestas. Se reúnen con frecuencia en discos, en lugares públicos y el capo no puede acompañarlos. Me dice que para él no son los cumpleaños, las celebraciones en los santos, pasteles para los niños, la alegría de los quince años, la música, el baile.
-¿Hay en usted espacio para la tranquilidad?
-Cargo miedo.
-¿Todo el tiempo?
-Todo.
-¿Lo atraparán, finalmente?
-En cualquier momento o nunca.
Zambdad tiene sesenta años y se inició en le narco a los dieciséis. Han transcurrido cuarenta y cuatro años que le dan una gran ventaja sobre sus persecutores de hoy. Sabe esconderse, sabe huir y se tiene por muy querido entre los hombres y las mujeres donde medio vive y medio muere a salto de mata.
-Hasta hoy no ha aparecido por ahí un traidor-, expresa de pronto para sí. Lo imagino insoldable.
-¿Cómo se inició en el narco?
Su respuesta me hace sonreír.
-Nomás.
-¿Nomás?
Vuelvo a preguntar.
-¿Nomás?
-Vuelve a responder:
-Nomás.
Por ahí no sigue el diálogo y me atengo a mis propias ideas: el narcotráfico como un imán irresistible y despiadado que persigue el dinero, el poder, los yates, los aviones, las mujeres propias y ajenas con las residencias y los edificios, las joyas como cuentas de colores para jugar, el impulso brutal que lleve a la cúspide. En la capacidad del narcotráfico existe, ya sin horizonte y aterradora, la capacidad para triturar.
***
Zambada no objeta la persecución que el gobierno emprende para capturarlo. Está en su derecho y es su deber. Sin embargo, rechaza las acciones bárbaras del Ejército.
Los soldados, dice, rompen puertas y ventanas, penetran en la intimidad de las casas, siembran y esparcen el terror. En la guerra desatada encuentran inmediata respuesta a sus acometidas. El resultado es el número de víctimas que crece incesante. Los capos están en la mira, aunque ya no son las figuras únicas de otros tiempos.
-¿Qué son entonces? -pregunto.
Responde Zambada con un ejemplo fantasioso:
-Un día decido entregarme al gobierno para que me fusile. Mi caso debe ser ejemplar, un escarmiento para todos. Me fusilan y estalla la euforia. Pero al cabo de los días vamos sabiendo que nada cambió.
-¿Nada, caído el capo?
-El problema del narco envuelve a millones. ¿Cómo dominarlos? En cuanto a los capos, encerrados, muertos o extraditados, sus reemplazos ya andan por ahí.
A juicio de Zambada, el gobierno llegó tarde a esta lucha y no hay quien pueda resolver en días problemas generados por años. Infiltrado el gobierno desde abajo, el tiempo hizo su “trabajo” en el corazón del sistema y la corrupción se arraigó en el país. Al presidente, además, lo engañan sus colaboradores. Son embusteros y le informan de avances, que no se dan, en esta guerra perdida.
-¿Por qué perdida?
-El narco está en la sociedad, arraigado como la corrupción.

-Y usted, ¿qué hace ahora?
-Yo me dedico a la agricultura y a la ganadería, pero si puedo hacer un negocio en los Estados Unidos, lo hago.
***
Yo pretendía indagar acerca de la fortuna del capo y opté por valerme de la revista Forbes para introducir el tema en la conversación.
Lo vi a los ojos, disimulado un ánimo ansioso:
-¿Sabía usted que Forbes incluye al Chapo entre los grandes millonarios del mundo?
-Son tonterías.
Tenía en los labios la pregunta que seguiría, ahora superflua, pero ya no pude contenerla.
-¿Podría usted figurar en la lista de la revista?
-Ya le dije. Son tonterías.
-Es conocida su amistad con el Chapo Guzmán y no podría llamar la atención que usted lo esperara afuera de la cárcel de Puente Grande el día de la evasión. ¿Podría contarme de qué manera vivió esa historia?
-El Chapo Guzmán y yo somos amigos, compadres y nos hablamos por teléfono con frecuencia. Pero esa historia no existió. Es una mentira más que me cuelgan. Como la invención de que yo planeaba un atentado contra el presidente de la República. No se me ocurriría.
-Zulema Hernández, mujer del Chapo, me habló de la corrupción que imperaba en Puente Grande y de qué manera esa corrupción facilitó la fuga de su amante. ¿Tiene usted noticia acerca de los acontecimientos de ese día y cómo se fueron desarrollando?
-Yo sé que no hubo sangre, un solo muerto. Lo demás, lo desconozco.
Inesperada su pregunta, Zambada me sorprende:
-¿Usted se interesa por el Chapo?
-Sí, claro.
-¿Querría verlo?
-Yo lo vine a ver a usted.
-¿Le gustaría…?
-Por supuesto.
-Voy a llamarlo y a lo mejor lo ve.
La conversación llega a su fin. Zambada, de pie, camina bajo la plenitud del sol y nuevamente me sorprene:
-¿Nos tomamos una foto?
Sentí un calor interno, absolutamente explicable. La foto probaba la veracidad dle encuentro con el capo.
Zambada llamó a uno de sus guardaespaldas y le pidió un sombrero. Se lo puso, blanco, finísimo.
-¿Cómo ve?
-El sombrero es tan llamativo que le resta personalidad.
-¿Entonces con la gorra?
-Me parece.
El guardaespaldas apuntó con la cámara y disparó.
Entrevista Scherer-Zambada

2 comentarios:

Manuel dijo...

¡A salto de mata!
Pero bien que nos joden, como piedrita en el zapato a algunos y apanicando a otros.

miguel dijo...

hay varias partes de esta entrevista que me llamo mucho la antencion ,una de ellas que si tiene miedo que lo agarren ( panico),y me pongo en su lugar, yo estaria igual , por la simple y chingada razon que el gobierno es un cabron, (hay cierta razon ) cuendo dicen que el gobierno se mete con las familias de los narcos; ( el pedo en con ellos no con la familia ) si es que no tiene nada que ver (pero se inventan cada historia) que esta cabron ganarle al gobierno con sus mentiras verdaderas.

otra parte la corrupcion se encargo de todo , ellos llegaron y por ahi se metieron,a quien dan pan que llore.

si el gobierno no se preocupa por dar empleos por dar seguridad social por dar una vida digna, si hay otro que te la da por una corta temporada la agarran.

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