José Woldenberg - La oscurecida paz
Reforma, 08-01-09
Los bombardeos y la invasión a Gaza por parte del ejército israelí son censurables. Tanto por razones éticas como políticas. Éticas, porque la agresión no sólo golpea a la dirección de Hamas sino a civiles inocentes. Los crudos testimonios están a la vista. Y políticas, porque contribuyen a alimentar la espiral de odios y violencia que a lo largo de las décadas ha teñido a esa región. Los lanzamientos de cohetes desde Gaza en contra de Israel son reprobables también en ambos planos. En el primero, porque están dirigidos contra objetivos civiles (las duras pruebas se encuentran a la mano), y en el segundo, porque son más leña arrojada a una hoguera de por sí inflamada.
Cada una de esas acciones es vista y legitimada por sus estrategas como una réplica a la violencia de los enemigos, y en la coyuntura actual fueron disparadas como una "respuesta" al fin de la tregua que se había pactado y respetado a lo largo de los meses. Se trata de una "lógica" fácil de desatar, pero más que difícil de revertir. Los extremistas de ambos bandos atribuyen toda la culpa a los otros y creen que la violencia es genuina como medio de defensa. "Son los actos bárbaros de los otros los que justifican mis reacciones criminales", afirman, logrando adhesiones inmediatas de amplias franjas de sus respectivas sociedades. Mientras, las posiciones conciliadoras, las que auténticamente buscan una salida (por fuerza negociada), tienen que enfrentar las olas reiteradas de irritación y venganza que las políticas violentas echan a andar.
Cierto que la situación de unos y otros no es equilibrada, que Israel es un Estado con un enorme potencial bélico, y los palestinos carecen precisamente de un Estado. Pero la salida civilizada a ese largo y doloroso conflicto sólo será posible si los enemigos jurados son capaces de comprender y asimilar las necesidades y reivindicaciones legítimas de sus adversarios. Por parte de los palestinos, la creación de un Estado independiente, por parte de Israel, la necesidad de fronteras y relaciones políticas seguras con sus vecinos. Porque mientras sólo se acepte la mitad de los planteamientos la solución para una paz duradera será imposible.
Si las sociedades fueran laboratorios impolutos donde la razón reinara y las pasiones estuvieran ausentes, el planteamiento de un Estado binacional laico, en el que convivieran judíos y palestinos, sería un horizonte inmejorable. Pero, por lo pronto, los rencores y agravios mutuos lo único que permiten (y con extremas dificultades) es abrirle paso a una ruta cuya desembocadura sea la existencia de dos Estados independientes, con fronteras claras y programas progresivos de cooperación y ayuda mutua. Pero para ello es necesario que los oponentes sean capaces de ponerse, aunque sea por un minuto, en los zapatos de "los otros", de sus enemigos, y ello no es sencillo.
Incluso quienes no están involucrados directamente en el drama suelen tomar partido de manera facciosa. Unos condenando y con razón los actos represivos del Estado israelí, pero callando las agresiones de las organizaciones terroristas palestinas; y otros pidiendo sanción y también con razón para la violencia de Hamas, pero guardando silencio sobre las crueldades cometidas por el ejército israelí.
Por desgracia no estamos ante un torneo deportivo o una competencia política normal, sino ante un drama histórico que reclama soluciones conjuntas a las reivindicaciones contradictorias de dos pueblos. Porque lo medular, lo complicado y contradictorio de esa tragedia es que en un breve territorio coexisten dos naciones. Y por ello, hacerse cargo de esa realidad, que sólo los pirómanos quisieran exorcizar, es el primer paso, imprescindible, si realmente se desea edificar una paz perdurable en Medio Oriente.
Son quienes desde el lado israelí demandan un Estado palestino y los que desde el lado palestino reconocen la legitimidad de la existencia del Estado de Israel, los que podrán construir una ruta de salida al conflicto. Son los auténticos héroes, los que reman contra la corriente de las pulsiones de venganza en sus respectivas comunidades. Se trata de todos aquellos que siendo parte de un "nosotros" pueden comprender las razones de los "otros", los que entienden que sus adversarios tienen también derechos, y que asumirlos es la fórmula para desactivar la espiral de destrucción y muerte. No creen que se trate de un "juego de suma cero" (lo que yo gano el otro lo pierde y a la inversa), sino de operaciones complejas capaces de sintetizar y armonizar demandas en principio discordantes. Porque todos aquellos que en el terreno o a la distancia sólo aceptan la justicia de las exigencias de unos, lo único que logran es hacer más poderosa y quemante la llama de los enfrentamientos.
No estamos frente a un conflicto colonial típico, ya que lo que se encuentra asentado entre el Líbano, Siria, Jordania, Egipto y el mar Mediterráneo, son dos pueblos, dos culturas, dos identidades, que sólo el exterminio podría conjurar. Y quiero pensar -aunque en ocasiones no estoy seguro- que la inmensa mayoría de las personas aquí y allá ven como indeseable una "salida" de esa índole. Por lo cual la convivencia entre ambas naciones es una necesidad que debe encontrar cauces virtuosos para hacerse realidad.
La demagogia que coloca la culpa en un solo bando a muchos les ha dado dividendos inmediatos, e incluso no pocas dirigencias en la región se han construido y reproducido con ese discurso. Sin embargo, sólo los que son capaces de hacer compatibles reivindicaciones legítimas enfrentadas podrán trascender la ruta de odios y venganzas y edificar una era de cooperación y paz.
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