"Creo que la verdad sólo acompaña a quienes deliran" Nemer-Ibn El Barud
Si los bosques existieran en las grandes ciudades, serían las moradas de duendes y hadas. Pequeños, fantásticos y encantadores seres que revolotearían sobre nuestras cabezas como luciérnagas alimentándose de la luz de la luna. Podrían esconderse en algún tronco hueco cubierto de musgo, o en el pie de alguna fuente de los deseos cuyo fondo resplandezca por monedas doradas. Aquellos geniecillos que muchas veces se nos muestran en los sueños, mientras la brisa ondula el cortinado de los ventanales, danzarían sobre praderas cubiertas de rocío, descalzos, tomados de la mano en rondas, y entonando melodías que solo podríamos escuchar si nos devolviesen nuestros oídos de niños. Pero yo no he visto duendes ni hadas por aquí, solo he escuchado algunas historias. Porque esas mágicas criaturas dejan escritas aventuras en las hojas de los árboles, y desaparecen al alba, dejando las huellas de sus pies en el rocío de la mañana. Sólo es necesario prestar atención y leer atentamente lo que nos trae la brisa en un amanecer de Julio, la suave llovizna que lo cubre todo de gotas brillantes como diamantes, o el silencio de una plaza desierta vestida de bruma. Allí se nos revela cuanto ocurrió por la noche, cuando la gente duerme, cuando sólo hay misterio y vuelos de hadas en torno a los faroles encendidos. Volvía él un día de la gran ciudad, dispuesto a atravesar el parque, y la noche promediaba ya en su hora cero. Ocurrió entonces que un extraño vagabundo se interpuso en su camino, obligándolo a detenerse y mirarlo con desconfianza, fijamente a los ojos:
-¿Qué pasa viejo? ¿Por qué te interpones en mi camino?
El viejo lo miraba cubierto por un manto de sombra.
-Debes tomar otro sendero –le inquirió con voz autoritaria- ya que estos árboles se preparan para recibir al Hada Madre y su séquito de duendes guardianes. Pronto estarán aquí, y nadie debe perturbar la quietud de la noche.
Hojas secas se arremolinaban a su alrededor, levantando por encima de su cintura un saco repleto de agujeros y manchas de suciedad. Se echó a reír el hombre de la Ciudad, burlándose del viejo, ya que por entonces no le interesaban demasiado las historias de los gnomos.
-Creo que debes dejarme pasar –le dijo- y obviamente voy a atravesar esta plaza tal como lo hago cada día. Lo lamento por tus duendes y tus hadas.
Caminó unos pasos dejando a un lado al vagabundo, quien sonrió y se cubrió de cartones para guarecerse del frío. La plaza estaba desierta como nunca, oscura y silenciosa.
-¡Es él! ¡Es él!
Las voces suaves y lejanas lo sobresaltaron. Miró a su alrededor y solo vio árboles, pero los árboles no hablan ¿verdad?
-¿Crees que es él? ¿No parece mas bien un simple mortal que llega demasiado tarde a su casa?
-¡No! ¡Es él! Es el día, la hora, el lugar ¡no puede ser otro!
No se detuvo. Sacudió la cabeza, aligeró el paso y miró de reojo a sus espaldas. El vagabundo ya no estaba. Culpó por tan extraño diálogo a demasiadas horas en el trabajo. Y el médico lo había advertido días antes: “debe reducir sus jornadas, caballero, o el cansancio y la oficina acabarán con su cordura”.
-Sí, debe ser el cansancio –pensó-
Estrellas. Frío. Luz de luna. Remolinos de hojas. Viento. Soledad. Magia. De repente, el cuerpo pierde su peso. Los pies se elevan del suelo y un torbellino lo arrastra haciéndolo dibujar espirales en el aire. Y un instante después ahí está, piloteando una nave de celofán, con hélices de tergopor y ruedas de galletitas de chocolate, atravesando la más luminosa de las noches en un lugar extraño. Y a su lado, una figura tan resplandeciente que resultaba imposible mirarla por más de dos segundos, hasta que comenzó a opacarse y tomó definitivamente su forma de Hada. Allí estaba, cubierta de seda blanca hasta los pies, tan pequeña que su cabeza apenas asomaba por la ventana de la cabina del avión. Y él no pudo decir palabra, asombrado por todo aquello, envuelto en el más poderoso encanto que pueda imaginarse. Así que esperó que el Hada hablara primero.
-Tú eres quién...pareces un simple mortal...¡pero debes ser quien yo esperaba, por algo estás aquí!
Lo miraba con ojos claros e intensos, sonriéndole tiernamente como una Madre sonríe a sus hijos.
-Y tu, ¿quien eres, que hago aquí?. ¿Es verdad todo esto, o acaso estoy soñando?
-Todo esto es verdad, hombrecillo de la ciudad. Has creído demasiado tiempo sólo en lo que tus ojos te decían, has sido demasiado humano, pero hoy, si no eres además demasiado necio, cambiarás tu manera de ver el mundo. Puedes estar seguro de eso. Mírame, yo no existo, aparentemente, mas que en los cuentos de niños. Y sin embargo estoy contigo, puedes verme, e incluso tocarme si quieres. A veces no entiendo –dijo en tono serio- porque la gente cree solo en lo que puede sepultar, y no entiendo porque lo verdadero, lo esencial, lo invisible, lo que perdura en el tiempo, tiene tantos sepultureros.
-De acuerdo, de acuerdo –dijo el hombre de la Ciudad- ¿Pero puedo preguntar, si es que a las Hadas se les puede preguntar además de tocarlas y verlas, porque me esperabas? ¿Porque me esperabas justo a mí?
-Porque tú eres el piloto de mi último vuelo. ¿Le has puesto nombre a alguna estrella alguna vez?
-No.
-Bien, hoy le pondrás nombre a una. Vas a llevarme a un lugar lejano y yo te diré que hacer.
Transcurrieron los minutos y el avión atravesaba nubes amarillas y violetas, con dos lunas sobre su techo y nada por debajo. Una formación de Duendes flanqueaban las alas, volando en perfecta combinación. Hasta que comenzaron a descender y el Hada lanzó un grito de júbilo señalando la playa que crecía hacia ellos.
-Los Duendes y las Hadas no somos eternos, también tenemos nuestro fin. Nada que se parezca a lo que ustedes, los humanos, llaman muerte. Pero también terminamos nuestra existencia en la tierra para alcanzar lo supremo.
Así fue como el avión tocó la arena y se detuvo suavemente. Ambos bajaron y el piloto, mudo, maravillado, fuera de su mismo cuerpo, contempló un mar calmo, las dos lunas en el cielo, la arena tibia y los pájaros de colores que cantaban en los restos de un barco de juguete varado en la costa.
-Dejemos nuestros zapatos en el avión y caminemos descalzos, ¿quieres?
Bastó que el Hada tocara con la piel blanca de sus pies el agua, para que esta se transformara en un océano de espuma y oro, salpicando con pequeñas gotas su vestido largo.
-Ha llegado el fin de mi tarea en la tierra, y ahora debo ir a mi lugar, donde me espera un arduo y maravilloso trabajo: el de guiar a la tierra a las Hadas aprendices.
Ellas mostrarán a su vez, el sendero a las personas en sus mas profundos sueños.
-¡Pero yo nunca he sido visitado por Hadas en mis sueños! Ni Duendes. He soñado con personas, con mi trabajo, con muchas cosas reales, pero nunca con gnomos. ¡Cosas reales!
-Ya lo sé, ¡y por eso fuiste elegido, amigo! –dijo el Hada riendo y brincando sobre una ola que acababa de romper- ¡Eres tan escéptico! No tienes ojos más que en tus ojos, no puedes ver lo esencial, no puedes ver con el corazón y con la mente, y no crees en la magia de las noches de rocío. Jamás tendrás frente a ti el encanto de lo inexplicable, de lo invisible, simplemente porque no lo quieres ver. Fuiste elegido porque mañana culparás de esto a un sueño, y olvidarás para siempre que llevaste a un Hada en su último viaje. Ni tú mismo lo creerás. Y las Hadas no podemos llegar a este lugar solas, ¿me comprendes? Y ahora, piensa en un nombre. ¡Vamos! Un nombre, el que se te ocurra.
Y cerrando los ojos, pensó un nombre. Al abrirlos, un haz de luz disparado hacia aquel cielo tan extraño lo encegueció. Observó la flecha de plata perdiéndose en la lejanía, convirtiendo al Hada en una nueva estrella con un nuevo nombre, resplandeciente, única y revoloteada por Duendes que la saludaban haciendo círculos a su alrededor. No podría asegurar cuanto tiempo transcurrió, pero apenas unos instantes después la espalda le dolía intensamente, por el inútil esfuerzo de amoldarse a aquel frío e incómodo banco de la plaza. Una nueva voz lo sobresaltó.
-¡Corazón, te quedaste dormido! ¿Hace mucho que esperás?
Su novia lo miraba, de pie frente a él, sonriendo y divirtiéndose con el espectáculo.
-No –dijo confundido y fregándose los ojos -No te preocupes...
-Vaya siesta te hiciste, ¿eh?
Se incorporó como pudo del banco, mientras un vagabundo se acercó a él para pedirle un cigarrillo. Y mientras atravesaban la plaza, miró el cielo limpio y luminoso, y reparó en un astro que brillaba más que los demás. Aún seguía confundido.
-¿Ves aquella estrella, la mas grande?
-Sí –respondió ella- ¿qué pasa con eso?
Pensó por un instante.
-Nada, olvídalo. Iba a decirle que tal vez, a partir de esa noche, la estrella llevaría su nombre, el nombre que él había pensado en su sueño, mientras caminaba junto al hada. Pero no lo dijo, le pareció mejor olvidarse y seguir caminando mientras las hojas caídas se arremolinaban a su alrededor. Debió ser el cansancio, y la oficina, y el agotamiento de una vida demasiado real. Sí, mejor olvidarse. Mejor olvidarse de los duendes. Y sonrió.
-La próxima vez te espero en un bar, ¿te parece?
Continuaron caminando, y ni siquiera se dio vuelta cuando, a sus espaldas, le pareció escuchar unas vocecitas risueñas que bajaban de los árboles.
FIN
1 comentario:
Me gustó este cuento hermano ^^
saludos!
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